#LaHoraDeLosNegocios
En cada gota de Grand Marnier, ese licor francés que evoca elegancia y tradición, hay una historia que comienza en los campos de Dajabón. Lo que muchos no saben es que detrás de su inconfundible sabor hay manos dominicanas, tierra fértil y un compromiso comunitario que trasciende fronteras.
Cuando la producción de naranjas amargas cayó en Haití, la Casa Marnier-Lapostolle buscó nuevos horizontes. Y los encontró en Loma de Cabrera y Restauración, donde más de 130 productores, organizados por la Asociación de Productores de Esencias y Rurales (APER), cultivan con esmero las naranjas que hoy viajan a Francia.
Allí, la cáscara se transforma en esencia. Se mezcla con coñac, se destila con precisión, y se embotella como uno de los licores más reconocidos del planeta. Pero el corazón de ese aroma sigue siendo dominicano.

Este logro no solo representa una alianza comercial: es un símbolo de cómo el talento rural, la organización comunitaria y la calidad de nuestra tierra pueden insertarse en cadenas globales de valor. Es también una invitación a mirar el campo con nuevos ojos, reconociendo su potencial como motor de desarrollo, identidad y orgullo nacional.
Cada botella de Grand Marnier que se sirve en un restaurante de lujo o se regala en una celebración lleva consigo el eco de nuestras montañas, el esfuerzo de nuestras familias y el sabor de nuestra historia.